Uno podría pensar que la competitividad es un concepto que solo les interesa a los economistas. Craso error. Si revisamos el Índice de Competitividad Estatal 2025 del IMCO encontraremos muchas lecciones entre las cifras (son 53 indicadores distribuidos en seis ejes), así como señales muy realistas sobre qué estados se abren camino mientras otros siguen atascados. Hay cinco que llaman particularmente mi atención, por distintas razones: CDMX, Puebla, Tlaxcala, Aguascalientes y Yucatán. Veámoslas con lupa.
Primero la CDMX, que aparece otra vez en el tope (la única entidad con puntuación “muy alta” según El Economista). La verdad, no me sorprende, ya que es el corazón administrativo, financiero y de infraestructura nacional. Pero su fortaleza no radica solo en ser sede de los poderes federales o en concentrar más infraestructura hospitalaria, más centros de educación superior y el mayor número de empleos en sectores de alto valor agregado como servicios financieros, tecnologías de la información y medios creativos, pues a esto se suma su liderazgo en conectividad digital, transporte y cobertura de servicios básicos, que refuerzan su atractivo para los profesionistas y las empresas por igual. No obstante, todavía enfrenta un reto mayor: la confianza jurídica y la informalidad que persisten entre usuarios y empresas.
Aguascalientes, por su parte, ya no es sorpresa: se ubica dentro del top 5 nacional . ¿Por qué importa eso? Porque suena como ejemplo de eficiencia regional, innovación y capacidad de atraer inversión extranjera directa (IED). La administración de Tere Jiménez ha empujado este rubro con mucha visión, y eso se traduce en patentes, empleos y oportunidades reales de inversión, empleo calificado y desarrollo industrial especializado, sobre todo en sectores como el automotriz, de tecnologías de la información y logística avanzada. Es el clásico caso de una entidad que hizo bien lo local y empieza a recibir atención internacional.
Ahora, Puebla y Tlaxcala merecen mención cuidadosa. Tlaxcala escaló la generosa cantidad de seis posiciones para situarse en el lugar 17 a nivel nacional. Y, si observamos, notaremos que su escalada no es casualidad, pues detrás de ese avance está la inclusión de Huamantla como Polo de Desarrollo para el Bienestar, una jugada concreta que ya cuenta con obras de infraestructura avanzadas, un parque industrial en desarrollo, convenios con instituciones educativas locales y un plan de atracción de empresas con el ojo puesto en empleos formales. Todo esto demuestra que hay planeación previa a la ejecución.
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En el caso de Puebla, el salto de cuatro posiciones en el ranking (del 28 al 24) no es para tirar cohetes, pero tampoco se explica solo con maquillaje estadístico, pues los datos demuestran un segundo lugar nacional en bajo nivel de endeudamiento, cuarto en participación ciudadana, y un desempeño relativamente equilibrado en consumo energético y en la brecha de informalidad entre hombres y mujeres. Nada mal para un estado que muchas veces se percibe más por sus pugnas políticas que por sus avances estructurales. Algo (por fin) está empezando a moverse donde más cuenta.
Yucatán, en la región “Maya”, brilla con luz propia, aunque no salte en el ranking general. Aun así, destaca en logística aérea: tiene uno de los mejores desempeños en tráfico de carga y pasajeros. En la entidad no solo se promueve el turismo, pues se exportan talento y mercancías. Pero esa fuerza logística no está acompañada de diversificación económica ni crecimiento de empresas medianas y grandes. Si quiere escalar posiciones, el estado de la península debe aterrizar su ventaja en industrias más amplias.
Este ejercicio de comparar uvas de distintos racimos me lleva a varias conclusiones que defiendo siempre: la competitividad no es un ente abstracto, es una situación que ocurre cuando el capital, la infraestructura, el talento humano, la digitalización y la gobernabilidad convergen en el desarrollo.
A nivel nacional, este diagnóstico también es un anuncio de que el Plan México está en marcha, pero si el diseño parte de la CDMX y no llega al sur profundo, seguirá siendo un plan incompleto. Una política industrial que carezca de corresponsabilidad regional termina por ser una promesa a medias. Si las potencias regionales no avanzan al mismo tiempo que el resto, el país seguirá viviendo bajo el espejismo del crecimiento concentrado.
Termino con una reflexión desde la experiencia: la competitividad que importa es la que mejora la vida cotidiana. No vale una inversión si no genera salarios dignos. No sirve un aeropuerto grande si no acelera el negocio local. Y no vale una posición en un índice si no se percibe en la calle. Cuando hablamos de competitividad estatal, debemos ver también la calle, el taller, la oficina, no solo el reporte técnico.
México necesita más Aguascalientes y menos rezagos invisibles. Y lo que hizo CDMX debería servir para que otros estados dibujen mejor su propio camino al desarrollo. Esa es la competitividad que sí debería importar a quienes formamos este país: la que se siente, no solo la que se cuenta.